Escenario. El Hombre está viendo una fotografía. Sonríe. Al abrirse el telón habla, mientras ve la foto.
El Hombre.
Conocí a Friedrich Bergmann en la Imperial Bulldog allá en Londres, antes de la guerra.
Estaba durante la filmación de la violeta del prater, una reliquia sagrada de los primeros días del cine.
Bergmann era todo un artista. En el plató lo amaban entrañable mente. Sabía representar en las horas muertas a Gobbels, y Lubbe, como nadie y su virtuosismo con la dirección, es inolvidable.
Ojalá y volviéramos a aquellos escenarios, a Anita Hayden y aquellas actrices de talento, a la Garbo y la Traviata.
Bergmann sabía imprimir su propio sello, y nadie ha podido superarlo. Esa personalidad tan histriónica, ese amor por el arte. Isherwood lo ha retratado magistralmente en una novela.
Ojalá y desde la eternidad, Bergmann pueda saber que su trabajo cambió la historia del cine.
(El Hombre se levanta, hace una reverencia y el telón cae terminando la obra).