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El discurso amoroso en el Elogio de la madrastra de Mario Vargas Llosa
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 Article publié le 14 juillet 2008.

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El discurso amoroso en el Elogio de la madrastra de Mario Vargas Llosa
Marianella COLLETTE

Elogio de la madrastra de Mario Vargas Llosa es una novela erótica que explora la dinámica edípica en diferente niveles. El espectro mítico del conflicto edípico se encuentra enriquecido en el relato con la incorporación de interpretaciones pictóricas que se interrelacionan con el desarrollo de la trama. En otro nivel de análisis de esta estructura triangular, el discurso erótico de don Rigoberto va generando un espacio permisivo, que fomenta la intervención de un tercero en la relación amorosa, pero siempre dentro de parámetros de respeto a la ley del padre o prohibición del incesto. Sin embargo, existe en la novela otra dimensión que tiene la capacidad de subvertir al Eros masculino regido por la ley del deseo, se trata del discurso amoroso, que busca la fusión o retorno hacia la unidad indiferenciada con el cuerpo de la madre. Este discurso subversivo erosiona progresivamente en el relato la interrelación de roles familiares, desestructurando sus límites restrictivos, y actualizando la relación amorosa entre la madrastra doña Lucrecia, una mujer de cuarenta años, y su hijastro preadolescente Alfonso o Fonchito. En otro aspecto y siempre dentro de la triple polaridad del complejo edípico existe un factor oculto o ausente que impulsa el maquiavélico actuar de Fonchito. Este objeto narcisista de deseo gobierna el accionar del niño y otorga un sentido a la conducta seductora con la cual éste envuelve gradualmente a su madrastra para luego ponerla en evidencia ante su padre. 

Este artículo tiene la intención de poner en evidencia el interjuego que se entabla entre el discurso erótico y el discurso amoroso, y cómo éste último tiene la capacidad de anular y subvertir el mandato masculino vehiculizado como ley del padre, que canaliza desde el inconsciente de la colectividad hacia la familia la prohibición del incesto. También se develará un polo oculto que rige la trama, elemento fundamental que desestabiliza al deseo erótico de don Rigoberto, para sumergir el relato en la erogeneidad del cuerpo del otro, y en esa búsqueda inconscientemente del retorno metafórico hacia el cuerpo de la madre, que no es otra cosa que un acto narcisista por excelencia. 

En primer lugar será preciso aclarar el marco teórico que se utilizará para explicar la estructura de la relación edípica en la novela. Para este efecto recurriré a la corriente psicoanalítica lacaneana, que percibe a la dinámica edípica como un interjuego de tres funciones.[1] La función paterna, instancia prohibitiva encarnada en la novela en la figura de don Rigoberto, el representante de la ley familiar. Su objetivo primordial es mantener unidos de una manera inseparable al deseo y la ley. El segundo polo es la función materna, objeto originario de deseo o cuerpo de la madre, representada en la novela por el semblante imaginario de doña Lucrecia. Mientras que la tercera función es la del sujeto de lenguaje o de la ley, quien debe acatar e internalizar la prohibición del incesto. Este tercer factor está representado en el relato por Fonchito ; un preadolescente que se devanea en una relación lúdica entre la permisión erógena de su madre sustituta y un efecto permisivo que subyace al discurso erótico de don Rigoberto. En lo referente al discurso amoroso en este trabajo se tomará la perspectiva de Julia Kristeva, que pone énfasis en la diferencia discursiva existente entre el registro falocéntrico del lenguaje simbólico y el discurso amoroso asociado a una dimensión femenina de característica incluyente, inmersa en pulsiones arcaicas corporales dirigidas inconscientemente hacia el objeto primario o cuerpo de la madre.[2] 

En esta novela las fantasías creadas en la compulsión obsesiva que gobierna el imaginario erótico de don Rigoberto, responden a un modelo que aglutina al deseo y la ley en una misma unidad significante, y que busca primordialmente una actitud obediente y sumisa del objeto erótico. En su fantasía erótica don Rigoberto pretende que su esposa e hijo se adecuen a un protagonismo de sumisión incondicional a la instancia de legalidad paterna, impregnada en su Eros masculino. En sus elaboraciones eróticas inspiradas en interpretaciones pictóricas, don Rigoberto realiza un esfuerzo obsesivo por fragmentar y manipular el objeto de su deseo. Esta actitud interpretativa demarca un paralelo muy significativo que va afectando gradualmente su relación íntima con Lucrecia. En la interpretación que don Rigoberto realiza inspirado en la obra “Candaules, rey de Lidia” resulta posible apreciar como funciona su discurso erótico. En esta fantasía don Rigoberto se identifica con el rey de Lidia, polo de poder representante incuestionable de la ley, y desde ese espacio simbólico pretende imponer sus caprichos eróticos sobre la voluntad y el cuerpo de la reina, Lucrecia. La intención de fragmentación y objetivación erótica de su discurso queda en evidencia, cuando el rey transforma imaginariamente al trasero de su majestad en un objeto fetiche. El rey afirma que aquello que más lo enorgullece de su reino, no es su geografía, como tampoco la valentía que demuestran sus habitantes al defender valientemente sus fronteras sino :

...la grupa de Lucrecia, mi mujer. Digo y repito : grupa. No trasero, ni culo, ni nalgas, ni posaderas, sino grupa. Porque cuando yo la cabalgo la sensación que me embarga es ésa : la de estar sobre una yegua musculosa y aterciopelada, puro nervio y docilidad. (27)

El discurso erótico de don Rigoberto, no solo fragmenta el cuerpo de su amada, sino que convierte su trasero en una suerte de objeto fetiche a través del cual canaliza su fantasía erótica. El reino representa simbólicamente el cuerpo de Lucrecia, así como también representa el territorio en donde el rey impone su voluntad y legalidad, ámbito siempre amenazado por la figura antagónica de sus enemigos, que desean edípicamente usurpar el lugar que detenta su majestad y así subvertir la ley. Los habitantes del reino representan en el conflicto edípico los súbditos de la relación que deben acatar el mandato del deseo del rey, so pena de muerte o castración. Su yegua parece representar simbólicamente su propia líbido masculina, lugar donde el deseo y poder se mantienen obsesivamente unidos. Lo más curioso es que el trasero de su mujer está asociado a las ancas de su yegua, que remiten al acto de cabalgar sobre su símbolo de poder buscando imponer su deseo y legalidad.

 El objeto de su deseo en definitiva no es su amada sino su poder. El rey describe el trasero de su mujer como ese espacio donde ejerce su poder a voluntad y utiliza los calificativos que realzan su firmeza muscular, pero sobre todo su tersura y docilidad, dejando en evidencia la intención dominante de su Eros masculino. En otro momento de la fantasía de don Rigoberto, el rey sin requerir el previo consentimiento de su esposa, en un acto de abuso físico y emocional, la obliga a contener el embate sexual de Atlas, uno de sus mejores dotados esclavos etíopes. El esclavo es una representación simbólica del sujeto que acata la ley de castración, que por supuesto fracasa en su intento de penetrar en el ámbito íntimo del poder del rey. La memoria de este penoso episodio continúa mortificando a la reina y el rey, pretendiendo que siente cierto remordimiento, manda a decapitar al esclavo. Lo que representa en términos edípicos la aceptación de la ley sin cuestionamientos que significa la castración o muerte. El mensaje que subyace a la fantasía erótica de don Rigoberto es muy claro y representa esa unión indisoluble entre el deseo, la ley y el poder. El que se atreva a desafiarlo deberá pagar las consecuencias.

 Don Rigoberto, en su fantasía, insiste en la inclusión de un tercero en el juego amoroso y describe como el rey de Lidia invita a Giges, uno de sus ministros, a contemplar el trasero de su esposa con la intención de compararlo al de su esclava favorita. El rey esconde al ministro detrás de unas cortinas, y no solo le permite admirar lo prometido, sino que a sabiendas de su presencia concreta el acto amoroso con su mujer, convirtiendo a Giges en testigo pasivo de la escena. Pero a pesar de que el rey percibe un cambio en la actitud amatoria de la reina, esa noche algo en su mujer comienza a sublevarse a la ley y al control del discurso erótico del rey :

¿Y ella ? ¿Adivinaba algo ? ¿Sabía algo ? Porque creo que nunca la sentí tan briosa como esa vez, nunca tan ávida en la iniciativa y en la réplica, tan temeraria en el mordisco, el beso, y el abrazo. Acaso presentía que, aquella noche, quienes gozábamos en esa habitaciones enrojecida por la candela y el deseo no éramos dos sino tres. (36)

En esta ocasión la Reina-Lucrecia parece advertir la mirada voyeurista de un tercero y esto impacta a su propia motivación sexual. Algo en el simbolismo del objeto pasivo muta frente a la mirada del tercero, convirtiendo su cuerpo en un elemento exhibicionista activo de la triada amorosa. Julia Kristeva afirma que :

 La sombra del tercero : padres, padre, esposo o esposa para el adúltero, está sin duda más presente en las emociones carnales de lo que quieren admitir los inocentes buscadores de una felicidad entre dos. Quitad a ese tercero, y el edificio a menudo se derrumba falto de causa del deseo, después de haber perdido su color pasional. De hecho, sin este tercero, que es el que impone el secreto, el hombre pierde su sumisión amorosa respecto al padre amenazador. Mientras que en su entusiasmo vengador contra su propio padre o marido, la mujer encuentra en su amante secreto los gozos insospechados de una fusión materna. (189)

Esta fantasía de desafío de la ley frente a un tercero representante de la prohibición impacta a la dinámica de la relación amorosa que la madrastra entabla con Fonchito. 

Al mismo tiempo el espacio del tercero involucrado en la relación amorosa abre, desde la fantasía del discurso erótico de don Rigoberto, un espacio metafórico de permisión, que va siendo colmado gradualmente por su hijo : “¿O como fantaseaba Rigoberto atizándose el deseo en sus afanes nocturnos, Alfonsito estaba despertando a la vida sexual y las circunstancias le habían confiado a ella (Lucrecia) el papel de inspiradora ?” (53). Aquello expresado en la frondosa creación imaginaria de don Rigoberto fuerza en el entretejido significante de su discurso erótico o de poder, un ámbito que incita a la participación de un tercero en la relación, pero claro siempre en el marco de respeto a la legalidad del padre. Desde ese lugar preformado por la fantasía erótica, Fonchito comenzará a entretejer su estrategia de ruptura con el statu quo del reino de su padre. En un paralelo con lo planteado en la fantasía pictórica, Fonchito comienza su participación en la triada amorosa de una manera pasiva en un comienzo, para luego ir gradualmente subvirtiendo la legalidad paterna hasta llegar al punto máximo de transgresión con la actualización de la relación amorosa con su madrastra. Cuando Justiniana descubre a Fonchito espiando a doña Lucrecia desde el techo del baño éste inocentemente le comenta : “Cuando se quita la bata y se mete en la tina llena de espuma, no te puedo decir lo que siento. Es tan, tan linda... Se me salen las lágrimas, igualito que cuando comulgo” (59).

Fonchito, en su discurso amoroso, comienza simbólicamente a transgredir la interdicción masculina entretejida en la fantasía erótica de su padre, desafiando su poder e incorporando metafóricamente al cuerpo de su amada, asociándolo con la incorporación oral del cuerpo del gran Otro. A propósito de esta idealización del objeto de amor y su profunda relación con el narcicismo Kristeva comenta : 

Enraizado en el deseo y el placer, ... el amor, estarán de acuerdo conmigo, reina entre las fronteras del narcicismo y de la idealización. Su Majestad el Yo se proyecta y glorifica, o bien estalla en pedazos y se destruye, cuando se contempla en un [Gran] Otro idealizado : sublime, incomparable, ...hecho para nuestra unión indestructible. (5-6)

Fonchito en su reflexión amorosa narcisista incorpora imaginariamente ese gran Otro, y en esa unión sublime neutraliza el discurso del padre, cuya amenaza de castración en el discurso restrictivo que canaliza la prohibición en términos edípicos versa “no regresarás al útero de tu progenitora.” Frente a la visión mística de la desnudez del objeto de amor esta amenaza se convierte en un eco lejano, que queda relativizado frente a la magnitud que adquiere el objeto amoroso. Puede observarse que así como la fantasía de don Rigoberto prepara en el registro simbólico la dimensión del tercero participante, el accionar de Fonchito preforma en el ámbito del discurso amoroso la subversión de la ley del padre.

 En el otro extremo de la relación amorosa y retornando a la pintura “Candaules, rey de Lidia,” María Silvina Persino enfatiza la importancia de la mirada cómplice de la reina, que al mirar fuera de la pintura convierte a los espectadores-lectores en participes voyeuristas de la escena.[3] Esta mirada desplaza el esquema erótico voyeurista, hacia un exhibicionismo en el cual el objeto pasivo de la mirada del otro se transforma en un partícipe activo de la dinámica erótica. Se podría agregar que con esta actitud se descentra la perspectiva de la situación, porque la protagonista femenina de la escena comienza a ejercer un dominio exclusivo sobre su cuerpo. En este acto exhibicionista la reina, en el cuadro al igual que Lucrecia en su baño, reencuentran la posibilidad de regular a voluntad el grado de exposición corporal, tomando un protagonismo activo en la acción. En un paralelo con el relato, Lucrecia al experimentar libremente aquello que le otorga placer va escapando del libreto imaginario restrictivo impuesto desde la voluntad del deseo erótico de su marido. En cierta manera la reina de Lidia representa un espejo imaginario en el cual Lucrecia se identificará, reencontrándose con el protagonismo de su cuerpo erógeno para redescubrir en su narcicismo una forma de apropiación de su sexualidad. Cuando Justiniana, la asistenta de Lucrecia, le comunica que Fonchito la ha estado espiando desde la ventana del techo cada vez ella toma sus baños. La primera reacción de Lucrecia es de vergüenza e incredulidad, pero luego cuando toma el siguiente baño comienza a descubrir el placer que deviene del acto exhibicionista, que proviene en parte de la exposición de su cuerpo ante el otro prohibido. En este caso el efecto que ejerce la conciencia de la presencia del tercero observador reafirma la propia erogeneidad corporal de Lucrecia. La madrastra vivencia un extravío en su propio universo sensual, descentrándose de la fantasía erótica de don Rigoberto :

 Y, al salir de la bañera, en vez de ponerse de inmediato la bata, permaneció desnuda, el cuerpo brillando con gotitas de agua, tirante, audaz, colérico. Se secó muy despacio, miembro por miembro, pasando y repasando la toalla por su piel una y otra vez, ladeándose, inclinándose, deteniéndose a ratos como distraída por una idea repentina en una postura de indecente abandono contemplándose minuciosamente en el espejo. (63)

Resulta interesante como el espejo o la mirada oculta del otro reafirman ese reflejo narcisista del objeto de amor primario. La actitud de Lucrecia subvierte la interdicción de don Rigoberto al punto de admitir que : “...continuó exhibiéndose como no lo había hecho antes para nadie, ni para don Rigoberto, paseándose de un lado al otro del cuarto de baño, desnuda” (64). Este episodio deja en evidencia a una Lucrecia que comienza a reconocer y apropiarse de su corporeidad y sexualidad, incorporando la mirada del otro dentro de su cuerpo. Simbólicamente la presencia pasiva del menor colinda con la fascinación o goce de estar fracturando el mandato prohibitivo de su marido : 

Mientras protagonizaba ese improvisado espectáculo, tenía el pálpito de que aquello que hacía era también una sutil manera de escarmentar al precoz libertino agazapado en la noche de allá arriba, con imágenes de una intimidad que harían trizas de una vez por todas esa inocencia que le servía de coartada para sus audacias. (64)

La inocencia representa la ausencia de intencionalidad sexual que Lucrecia utilizaba para encubrir la impulsividad precoz demostrada hasta ese momento por Fonchito. Doña Lucrecia había justificado el actuar de Fonchito, asociándolo a una figura inofensiva e inocente, un simple diocesillo pagano, su Spintria, o inofensivo pastorcillo. Esta figura angelical servía hasta ese momento para mitigar su sentimiento de culpa proveniente de su juicio moral. Cuando la criada avisa a Lucrecia que Fonchito ha amenazado con quitarse la vida, ésta acude a la habitación del niño y en ella sucede algo que desmorona sus resistencias morales de respuesta obediente a la ley. Lucrecia no puede resistir el persuasivo discurso amoroso de Fonchito, que amenaza con quitarse la vida si ella continúa ignorándolo, lo abraza y en ese acto se desmoronan todas las resistencias provenientes de su conciencia moral :

 Y, entonces , fue como si dentro de ella un dique de contención súbitamente cediera y un torrente irrumpiera contra su prudencia y su razón, sumergiéndolas, pulverizando principios ancestrales que nunca había puesto en duda y hasta su instinto de conservación. (114)

En Lucrecia se desmantelan todas las barreras y se deja envolver por esa sensación de liberación de prejuicios que devienen de la ley social y familiar. Como dice Barthes : “El gesto del abrazo amoroso parece cumplir, por un momento, para el sujeto, el sueño de unión total con el ser amado” (24). Al transgredirse la dialéctica masculina del deseo, se descentra la polaridad del placer neutralizándose todo juicio, y de esta manera se incrementa el desarrollo posterior de la relación amorosa con su hijastro, cuya actualización denota una naturaleza más pulsional que simbólica.

 Aquello que Lucrecia no capta es que ella simplemente representa un semblante del objeto amoroso. Por eso es que nunca comprenderá el por qué de la composición titulada “Elogio de la madrastra” en la cual Fonchito confiesa todo lo sucedido a su padre. De allí en adelante los elementos de la tragedia se manifiestan abruptamente en el texto. La muerte simbólica del padre que interrumpe su delirio erótico y se retira hacia una vida beatífica y la expulsión de la intrusa, que usurpaba el lugar del objeto primario de deseo. La única persona que parece vislumbrar el esquizofrénico actuar de Fonchito es Justiniana cuando en el epílogo de la novela le pregunta : “-¿Hiciste todo por doña Eloísa ? ¿ Porque no querías que nadie reemplazara a tu mamá ?” (197). Lo que no vislumbra Justiniana es que en definitiva lo que prima en la trama es el objeto de deseo narcisista de Fonchito.

 Elogio de la madrastra deja en evidencia el antagonismo existente entre el discurso erótico y el discurso amoroso, el primero asociado a una erótica masculina que responde en la novela a la ley del deseo y el segundo vinculado a una dinámica inconsciente de integración, que busca la unificación entre el sujeto y el objeto de amor, en una misma unidad indiferenciada. En el devenir del relato ambos discursos van interactuando e impactan la estructura edípica en sus distintas dimensiones. En cada uno de estos diferentes niveles de lectura, el juego de atracción y antagonismo modificará la relación entre los tres polos de la relación edípica : el sujeto, el objeto, y el otro, forjando en la pugna un espacio en cual se instaurará gradualmente el germen de la transgresión. De un lado quedará el sujeto de deseo erótico, el objeto hacia el cual este dirige su discurso y el tercero participante que actúa dentro de los límites de la ley. En el extremo contrario triunfará una vez más la fuerza del amor, pero esta vez un amor egoísta, que determina que en esa fusión total se destruyan todos los semblantes imaginarios de la triada amorosa, para dejar en descubierto un objeto de amor narcisista. Esto nos recuerda como insinúa Barthes que aquello que el sujeto ama no tiene nada que ver con el objeto aparente de amor, sino con el amor a sí mismo, que es como decir lo que deseo es mi propio deseo, y el ser amado no es más que su representante imaginario.


1. Para mayor información sobre la estructura edípica leer el artículo “Del mito a la estructructura,” pg 125-140 y “Edipo, Moisés y el padre de la Horda” pg. 107-124" en El reverso del psicoanálisis de Jacques Lacan. 

2.  Roland Barthes, siguiendo una idea que Lacan y Kristeva también profundizan, habla de la diferencia existente entre “la lengua materna,” como esa arcaica articulación pulsional con el cuerpo de la madre y “el lenguaje” producto cultural que transporta la ley, que está estructurado como discurso masculino. No masculino en el sentido de exclusión de la mujer sino más bien como una cadena discursiva que se encuentra fundada en un significante fálico fundamental cuya pérdida determina el deseo. Barthes también realiza una diferenciación entre placer y goce, señalando algo muy interesante con respecto a la novela erótica y es que este tipo de literatura trabaja no tanto sobre la escena erótica, sino más bien sobre la “expectación.” En términos lacaneanos el goce pertenecería más a esta parte perversa polimorfa que caracteriza la líbido del niño y que responde a una erogeneidad que escapa a una preponderancia genital y que está asociada a pulsiones primitivas dirigidas hacia el cuerpo de la madre. En tanto que el deseo recién aparece cuando el individuo se ha separado de ese objeto originario y ha ingresado al campo de la ley o del lenguaje. 

3. Para más información sobre esta temática leer el artículo de María Silvina Persino “Mario Vargas Llosa : la mirada erótica (Elogio de la madrastra)” pg 19-68 en Hacia una poética de la mirada


Bibliografía

Barthes, Roland. Fragmentos de un discurso amoroso. Trad. Eduardo Molina. España : Siglo Veintiuno, 1982

Kristeva, Julia. Historias de amor. Trad. Araceli Ramos Marín. México : Siglo Veintiuno, 1993.

Lacan, Jacques. El reverso del psicoanálisis. Trad. Enric Berenguer y Miquel Bassols. Buenos Aires : Paidos, 1992. 

Persino, María Silvina. “Mario Vargas Llosa : la mirada erótica (Elogio de la madrastra).” Hacia

una poética de la mirada. España : Corregidor, 1999. pg 19-68. 

Vargas Llosa, Mario. Elogio de la madrasta. Barcelona : Tusquets, 1988. 

 

 

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